A la memoria por el ADN

Patricia Vera / Ciudad Real
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La Asociación de Familiares de Represaliados en Valdenoceda (Burgos) busca identificar y entregar los restos exhumados. Los Alcalde, de Navacerrada (Ciudad Real) pendientes de confirmación, cuentan su historia

La familia de Juan Alcalde Moreno (1i) y su hermano Eduardo (1d). - Foto: Pablo Lorente

Déjenme que le lleve un carro de leña a mis sobrinos, para que no pasen frío». Fueron las últimas palabras que pronunció Juan Alcalde cuando fue detenido el 20 de mayo de 1939, con 31 años, en Navacerrada, una pedanía de Almodóvar del Campo (Ciudad Real). Le acusaron de «adhesión a la rebelión» y cinco meses después, en octubre, fue sometido a un consejo de guerra y condenado. Partió el 27 de febrero de 1941 y tardó casi diez días en llegar a su destino, la prisión de Valdenoceda, en Burgos, lo más parecido a un campo de exterminio, según cuentan sus supervivientes. Juan Alcalde no fue uno de ellos. Murió de colitis epidémica apenas un mes después, el 10 de abril. En realidad, como otros 150 hombres, había sobrevivido a una guerra civil para morir de hambre y frío a 500 kilómetros de su familia.

En Navacerrada, quedaba su hermana Luisa (entonces, una adolescente), su cuñada y varios sobrinos que unos años antes habían visto partir a su padre, Isidoro, en la misma dirección. Dos de ellos, Juan y Eduardo, esperan ahora los resultados de una prueba de ADN que confirmará que los restos encontrados en Valdenoceda por una asociación de voluntarios corresponden efectivamente al «tío Juanito», que solo es un recuerdo borroso en la mente de Eduardo, que tenía seis años cuando le apresaron, y un total desconocido para Juan, que aún no había nacido.

Solo quedan un puñado de datos de la vida de Juan, reflejados en tinta en el archivo de la prisión burgalesa. En él constan las posesiones que dejó a su muerte: colchón, camisa, calzoncillos, zapatillas, calcetines, pantalón, talego y boina. Ese fue todo su legado porque, por no tener, apenas deja recuerdos de conversaciones aisladas, demasiado complicadas para la mente de un niño pequeño, y el silencio obligado por décadas de dictadura en dos mujeres, hermana y cuñada, que tuvieron que sacar adelante a toda la familia en medio del miedo y la pobreza.

Pero, ¿qué pasó para que Juan e Isidoro acabaran en una de las peores prisiones de los primeros años del Franquismo? Según cuenta Juan Alcalde Moreno, quien ha enviado sus muestras de ADN para confirmar el parentesco, su padre regentaba un pequeño mesón y una tienda. Desde Navacerrada, iba con su carro, su burro y su mula a Almodóvar del Campo un par de veces por semana para comprar víveres y, de paso, llevaba y traía paquetes. En uno de ellos, unas cazadoras para «los de la sierra». «Le cogieron y le dieron de palos...», cuenta Juan, al que no le consta que su padre fuera activista político. Tal y como cuenta, parecía interesado únicamente en sacar adelante a su familia. «Si era un bendito, me decía mi madre», relata Juan, «si era un santo». «Yo creo que fue por la envidia y los rencores», excusa. Así, Isidoro Alcalde fue trasladado a prisión y pasó entre rejas los siguientes cuatro años por colaborar con los republicanos. Pronto vio llegar a su hermano, Juan. «Metieron a mi padre en la cárcel y mi casa seguía funcionando porque estaba mi tío, que era soltero», explica, «así que se dijeron:¿Cómo vamos a por ellos? Y cogieron a mi tío también».

Ambos hermanos sufrieron indecibles calamidades en Valdenoceda, donde murieron 154 hombres de toda España, 61 de ellos castellano-manchegos y más de una treintena de Ciudad Real, según cuenta el presidente de la asociación que organiza la identificación de los restos, José María González. Éste ha tenido ocasión de conocer a varios supervivientes, que coinciden en hablar de las condiciones deplorables:«Les daban como café un caldo con tizones y como comida, un caldo con titos», explica. «Si había suerte y llevaba un gusano, ese día comíamos proteína», refiere González que le contó Ernesto Sempere, uno de los afortunados.

La investigación forense confirma que en gran parte de los huesos se aprecia una falta de vitaminas letal y, en algunos casos, numerosas rupturas de huesos sufridas justo antes de la muerte, lo que apunta posiblemente a torturas. Los supervivientes han dado cuenta de que los traslados duraban días en tren, con innumerables horas en vía muerta, sin espacio para sentarse, haciendo sus necesidades en el mismo vagón y soportando elevadas temperaturas. Una vez en Valdenoceda, el frío no les daba tregua y pasaban días enteros de pie en el patio, en el crudo invierno. A veces, cuentan, las celdas se inundaban y los prisioneros se veían obligados a resistir de pie con el agua al cuello. La prisión tenía capacidad para 300 presos y algunos documentos, según González, señalan que pudieron convivir 1.583 a la vez.

Desesperanza.

Cuando Juan murió, Isidoro heredó su colchón, tal y como figura en los documentos de la prisión. Heredó también la desesperanza, pese a que no pasaría mucho tiempo hasta que abandonara la cárcel para volver a casa a intentar retomar su vida normal. No fue posible. Apenas unos meses después, cuentan sus hijos, volvió a ser apresado por las mismas causas. «Cuando vengas mañana a verme, échame solimán (un veneno a base de mercurio) en la comida, hermana», cuenta Eduardo que le dijo Isidoro a su hermana Luisa. Volvió a peregrinar por varias prisiones hasta acabar en Carabanchel, donde sus hijos recuerdan visitarle. «Me hizo un borriquillo de madera», narra Juan, emocionado. Volvió a casa, pero nunca fue el mismo. Murió a los 51 años después de una vida de penalidades, tras una larga enfermedad y sin ilusión por vivir.

Setenta años después, Juan se encontró con su amigo Rogelio por el paseo de San Gregorio, en Puertollano, localidad en la que reside con su familia tras toda una vida como picapedrero y minero. Le dijo que comprara el periódico y así lo hizo. Allí figuraba el nombre de su tío. La Asociación de Familiares de Represaliados en Valdenoceda estaba buscando descendientes para confirmar la identidad y entregar sus restos. Tras contactar con ellos, les llegó el kit del laboratorio para enviar las muestras de ADN. Eso fue hace dos meses y ahora, esperan. Mientras, van llegando buenas noticias. Los familiares de Nicasio Urbina, de Anchuras, acaban de recibir una identificación positiva y podrán recoger los restos del represaliado el próximo mes de abril. Juan y Eduardo esperan poder hacer lo mismo para que Luisa, fallecida hace un par de años, viera cumplido el sueño de ver volver a su hermano. De ser así, sería la décimo séptima víctima ciudadrealeña en ser identificada, y quedan aún otras tantas. Sus planes son traer los restos de Juan a casa, enterrarlos en Navacerrada y dejarlos descansar. En el camino, han recuperado parte de la memoria que creían perdida y sobre la que el miedo no les había permitido preguntar. El ADN traerá consigo algunas respuestas.