En la cueva de Alí Babá

Nieves Sánchez
-

José Antonio empezó hace 15 años a construir, solo y con sus manos, un palacio inspirado en la arquitectura nazarí y en los colores de la Alhambra. En un lustro su obra habrá culminado, un tesoro de imponente belleza

En la cueva de Alí Babá - Foto: Pablo Lorente

En la cueva de Alí Babá hace frío, tanto que traspasa la piel y deja helada el alma. No hay puerta en la fachada de cemento y el acceso al tesoro que se esconde dentro todavía no está sellado. En cada rincón hay esculpidas infinitas fechas, centenares de conversaciones, opiniones, miradas, cientos de formas geométricas y yeserías doradas y policromadas. Hay sudor, horas de más, piel y obsesiones, amor y ruptura. En cada moldura de colores vivos, en cada arco y artesonado, hay pasión por aprender, por empezar y saber parar, por entender y amar. «Sólo pierdes cuando duermes y aún así, sueñas». José Antonio Gutiérrez ha hecho de su sueño su morada y de su techo un oficio. Ha soñado tanto y tan alto que en el horizonte de cinco años podrá convertirse por fin en el protagonista real del cuento que tantas veces ha contado, después de mil y un días, después de mil y una noches.

Hace quince años este vecino de Villanueva de la Fuente, que ahora tiene 50, se embarcó en un proyecto personal que lo ha trasladado a tiempos de sultanes. José Antonio, conocido como ‘Majareles’ por la familia de su madre, tenía 35 y una vida tranquila en el pueblo, donde trabajaba en lo que salía. Ha sido aceitunero, vendimiador en Francia y camarero, de todo menos de aquello en lo que se ha convertido con el paso del tiempo.

En uno de sus viajes visitó con su expareja la Alhambra de Granada, el máximo exponente del arte nazarí, una de las maravillas del mundo y acabó cautivado de su belleza, enamorado. Algo de aquel lugar se le clavó dentro hasta llegar a desear un rinconcito así. De esta manera se fue metiendo, fue haciendo y aprendiendo diferentes oficios hasta empezar a construir en mitad del Campo de Montiel, en la calle Almendro de Villanueva de la Fuente, un palacete nazarí. «Lo realmente admirable es que una persona sola sea capaz de hacer esto con sus propias manos, por lo demás no considero que sea una obra de arte. Yo me pregunté un día: ¿Por qué no puedo vivir en un pedacito de la Alhambra? y empecé a aprender y a aplicar técnicas».

Volvió de Granada con una idea clara, recorrió varios escayolistas en busca de buenos precios, se inspiró en la Sala de las Camas de la Alhambra y desde un rinconcito de la planta baja de un edificio en cimientos de tres alturas, que fue pensado primero para ser una casa de estilo francés, empezó a levantar un sueño que avanza hacia la veintena. Después, se sucedieron los viajes a Granada para fotografiar, dibujar y retener en su retina las formas y colores de la ciudadela musulmana.

En estos 15 años de noches en vela, de estudiar y formarse en todo lo necesario para esculpir un palacio nazarí, de cortar a mano y pintar cada pieza, ha fallecido su padre, se ha separado de la mujer que le acompañó en este viaje y se dejó también parte de su alma entre esas columnas, con quien tuvo una hija que ahora tiene 13 años. En este tiempo, José Antonio ha aprendido carpintería, su oficio a día de hoy, lo que le da de comer. Por la mañana su trabajo, por la tarde su casa. «Yo he pintado todo, he trabajado la escayola y la madera, he hecho cursos fuera, he conocido a gente increíble que me ha enseñado todo sobre arte musulmán. Esta obra me ha dado muchos oficios que desconocía».

En un rincón de la provincia lindando con Albacete, en la casa que deja la boca abierta y el cuello partido, que enmudece el habla y aviva el espíritu, se ha dejado también los mejores años de su vida. «No, no me arrepiento de nada, merece la pena, cuando haces lo que quieres no pierdes nada, si quieres estar aquí no necesitas estar allí».

La casa suena a tranquilidad, a agua que brota de la fuente. José Antonio camina lento por los pasillos y estancias ya casi terminadas de su palacete, en el que ha invertido el dinero de las cervezas y cigarrillos no consumidos en estos años. «No bebo ni fumo y me hice esa cuenta, aunque luego la realidad es otra, claro».

Con su pelo recogido en una coleta, se sienta en una silla en el patio central. Cruza sus piernas y habla moviendo a ritmo unas manos ajadas por la madera y el serrín. Es un hombre de una gran sensibilidad y se refiere a la casa como la obra, su obra. Cuando esté terminada será su hogar y entonces pondrá puertas a su cueva, esconderá su tesoro al público, a los focos, para vivir como un sultán. «Esto no es sólo un edificio, es una enseñanza diaria y realmente cuando es bonita la obra es cuando alguien viene a verla, pero una vez acabada será mi casa, como otra cualquiera».

De valor incalculable y con un jardín todavía por engalanar, la casa es para su autor una comunicación, una manera de relacionarse, de entender el mundo y su propia evolución, pero no ha sido fácil llegar a ese punto. «Cansa no ver el final, te enfrías, te tiras semanas sin venir, pero nunca he pensado en tirar la toalla».

José Antonio es perfeccionista, trabaja de día con luz natural, cuida hasta el más mínimo detalle. «Esto lo puede hacer cualquiera, habrá a quien le cueste 10 años, habrá a quien le cueste 20. Lo quiero, puedo, lo hago». Es la filosofía de vida en la cueva de Alí Babá, del hombre sonriente, humilde, soñador y generoso. El hombre que ha construido un impresionante palacio en mitad del Campo de Montiel. Solo, con sus propias manos, en mil y una noches.