Alfonso en la vida de Alberto

I. Ballestero
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La donación de médula ósea ayuda a salvar vidas, y estos hermanos puertollaneros son un testimonio de ello • Ésta es su historia

Alfonso, arriba, tiene 23 años y su hermano Alberto, abajo, dieciocho. Son dos partes de una misma historia. / - Foto: PABLO LORENTE

Noviembre de 1996. Isabel llevaba meses viendo desfilar ante sí un ejército de gente con batas blancas que sólo le había ofrecido el mismo gesto de duda ante una realidad: Alberto, su hijo pequeño, se moría. No había cumplido aún los siete meses y llevaba cuatro enfermo, con fiebre y llagas en la boca, con una dolencia intermitente que nadie había acertado a atajar. Después de una larga estancia en Puertollano, Alberto e Isabel estaban en Madrid, donde las pruebas habían colocado ante ellos una enfermedad, la inmunodeficiencia combinada severa, y una realidad: si Alberto no encontraba un donante de médula ósea, no se podría curar. El niño había nacido sin defensas, y el hecho de abandonar el hospital o deambular libremente por su interior suponía una situación extremadamente peligrosa para el bebé. Había que encontrar un donante, y había que encontrarlo ya.

Alberto nació el 27 de abril de 1996 y volvió a nacer el 19 de noviembre. Después de que las pruebas colocaran junto a su nombre una dolencia más larga de lo que ningún niño podría soportar, comenzó la búsqueda de donante. Alfonso, el padre de Alberto, e Isabel, su madre, colocaban en torno al niño un batallón de tíos, más de una decena entre los dos, y ninguno era válido para convertirse en el donante. Ellos, sus progenitores, lo eran al 50 por ciento, pero el pequeño Alberto necesitaba más. La familia y los médicos volvieron la vista atrás, a Puertollano, donde jugaba intranquilo Alfonso, un niño de cinco años que apenas veía a su madre porque su hermano no paraba de enfermar. ¿Y si Alfonso fuera compatible? Agotadas todas las posibilidades, había que probar.

En realidad, había otras dos opciones más allá de la médula del pequeño. El equipo médico del 12 de Octubre propuso a Isabel quedarse embarazada de nuevo para usar, más adelante, el cordón umbilical. La incógnita es si Alberto aguantaría otros nueve meses en el aislamiento en el que estaba. La otra opción era Estados Unidos, prácticamente descartada de antemano. Cuando la familia estaba en un cruce entre dos calles que no llegaban a ninguna parte, uno de los médicos del hospital madrileño mudó el rostro dejando atrás el ceño fruncido de la duda y apareciendo ante Isabel con una amplia sonrisa. «Es muy extraño, pero ha sucedido», le dijo a la madre que, nerviosa, le pidió que siguiera. «Alfonso y Alberto son compatibles prácticamente al cien por cien». Los cinco marcadores («antígenos, dijeron», recuerda la madre) entre ambos niños coincidían. Alfonso, de cinco años, podía salvar la vida de Alberto, de siete meses, pero ambos tenían por delante seis horas de quirófano, tres cada uno. Era Alfonso en la vida de Alberto.

Y así estaba Isabel en noviembre de 1996, con una montaña de papeles delante que tenía que firmar si quería que sus hijos pasaran por el quirófano. Los médicos le repetían que el trasplante era una operación «muy agresiva», acentuada si cabe para un niño de cinco años. Pero era la única opción para el bebé de siete meses. Así que Isabel apartó de un manotazo las palabras «peligroso», «arriesgado» y «problemas» y firmó todos y cada uno de los papeles que el equipo médico del Hospital 12 de Octubre le iban poniendo delante. Acabó de rubricar todos los escritos, dejó el bolígrafo sobre la mesa y miró fijamente a sus interlocutores. «Yo de aquí me voy con mis dos hijos», sentenció. «Estaba convencida de ello», recuerda ahora desde la tranquilidad que otorga la penumbra del salón de su casa en Puertollano una tarde de otoño, dieciocho años después de aquello, los mismos que cumplió Alberto hace cinco meses.

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