«Aquí se han tirado demasiados edificios, más por interés que por necesidad»

Pilar Muñoz
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Federico Pérez Castilla repasa sus años en el Ayuntamiento como aparejador municipal y su etapa de director en la Escuela de Artes

Espectador privilegiado de la historia arquitectónica del último medio siglo de Ciudad Real, es sobrino de un maestro de obras «de los de antes» y padre de «los mejores» arquitectos. Ha ejercido como aparejador, como decorador y como profesor de dibujo y es un gusto hablar con alguien tan apasionado por todo lo que rodea y que conserva tan lúcidos los recuerdos de una vida entre lápices. Amigo de Antonio López, con quien coincidió en Madrid, de su tío, Antonio López Torres, y del escultor Joaquín García Donaire, con el paso de los años piensa que en Ciudad Real se podían haber hecho las cosas mejor y que se tendría que haber puesto coto a la piqueta.

Federico Pérez Castilla nació en Ciudad Real «hace poco tiempo, en el año 1932, el 4 de agosto» -bromea- en el seno de una familia «humilde, pero decente». Cuenta que vivía con sus padres, sus dos hermanas, su abuela y una hermana de su madre. Su otra tía residía  en la casa de al lado con su marido, un maestro de obras muy conocido en aquel entonces, el maestro Federo, de quien el pequeño Federico tomó el gusto por la arquitectura y el arte.

Así es que, terminado el Bachillerato, marchó a Madrid en 1946 con la idea de cursar una carrera que le permitiera volver a Ciudad Real lo antes posible y empezar a trabajar, ya que las condiciones económicas de la familia no daban para grandes dispendios.

Se presentó al examen de ingreso de la Escuela de Aparejadores y cuenta que «constaba de varias partes y había que ir aprobando todo, ya que, si no, lo anterior no servía. Se presentaba muchísima gente, alrededor de mil personas para un máximo de 50 plazas, así que la criba era tremenda, pero teníamos una preparación muy buena, en dibujo, en geometría, matemáticas, idiomas, ...»

En aquella época en España sólo había dos escuelas de Aparejadores, la de Barcelona y la de Madrid, que compartía edificio con Arquitectura, cuyas clases se impartían por la mañana. Años después levantaron una Escuela de Aparejadores, pero Federico ya había finalizó sus estudios en 1957 tras cuatro años de carrera. Dice con orgullo que «nunca tuve que repetir curso» y recuerda que «teníamos mucha teoría y algo de prácticas».

El primer sueldo. Regresó a Ciudad Real y «afortunadamente» empezó a trabajar pronto porque en la provincia había 26 aparejadores colegiados, frente a los 600 de ahora, y, de ellos, sólo dos o tres en la capital, en el Ayuntamiento, la Diputación y Hacienda. Empezó a trabajar en la Fiscalía de la Vivienda, visitando las casas para comprobar que estuvieran en buena condiciones, pero no veía ni un duro. Eso sí, «me daba a conocer».

En 1959 le llamaron del Ayuntamiento de Malagón para ofrecerle un puesto de aparejador. Explica que «tenía la obligación de ir un día a la semana para controlar las obras y conceder los permisos municipales y me pagaban 2.500 pesetas al mes», un dinero que entonces era un buen sueldo, «tanto que llamé mi novia, Aurora, con la que llevaba ocho años, y le dije que ya nos podemos casar».

Y eso es lo que hicieron. De aquel matrimonio nacieron cinco hijos: los dos primeros de una tacada al año de casarse, Federico y Carlos, y, a continuación, Alberto, Aurora y unos años más tarde Jorge, que les han proporcionado once nietos.

Cuatro años después, el director de la recién creada Escuela de Artes de Ciudad Real, Jerónimo López Salazar, que había sido profesor suyo en el Bachillerato, le propuso dar clase de Dibujo Lineal. Hasta entonces sólo se impartían asignaturas sueltas, dibujo, pintura, forja, carpintería, escultura, pero a partir de 1963 fue cuando se puso en marcha la Escuela y se crearon las enseñanzas regladas de las diferentes especialidades: delineación, decoración, cerámica, etc.

Federico aceptó la oferta «encantado, se lo agradeceré toda mi vida porque tuvo la atención de llamarme. Me hicieron interino y cobraba 13.000 pesetas al año. Estaba todo el día trabajando, por las mañanas seguía como aparejador y daba las clases por la tarde. Mi mujer se encargaba de los críos».

Al cabo de unos años, en 1967, quedó vacante una plaza de aparejador en el Ayuntamiento de Ciudad Real, que convocó un concurso para cubrirla. Federico Pérez Castilla se hizo con la plaza y la ocupó hasta 1997. Durante un tiempo pudo compaginar el trabajo en los departamentos municipales de Obras y Urbanismo con la docencia, pero la aplicación de la Ley de Incompatibilidades en 1984 le obligó a aparcar las clases, aunque volvió a ellas en la última etapa de su vida laboral, ya que en 1994 solicitó la excedencia en el Ayuntamiento y dedicó los siguientes tres años hasta su jubilación a ejercer como profesor de Artes Plásticas.

Y es que desde pequeño sus grandes aficiones fueron el arte y  la arquitectura. Cuenta que durante el tiempo que estuvo en Madrid estudiando la carrera asistía a clases de dibujo artístico en el Casón del Buen Retiro, donde compartió dibujos al carboncillo con Antonio López García. Además, fue buen amigo de su tío, Antonio López Torres, de quien posee varios cuadros.

Fruto de esta amistad, tío y sobrino participaron en el jurado de un concurso nacional de felicitaciones navideñas ideado por Federico Pérez para impulsar y situar la escuela en el ámbito nacional. De ahí que procurara contar con un jurado con nombres importantes. Así tomaron parte todas las escuelas de España, y Antonio López Torres que acabó exponiendo en Ciudad Real a pesar de que era reacio. «Tenía mucho miedo por la suerte que podían correr sus cuadros, pero le aseguré que íbamos a tener muchísimo cuidado. Los fuimos a buscar a Tomelloso en una furgoneta y estuvieron expuestos un mes y medio, tiempo que una pareja de policías estuvo al cuidado de los cuadros. Le convencí porque me consideraba mucho».

Lo del cuadro dedicado merece capítulo aparte. Federico cuenta que «la gente pedía que le pintara un cuadro, pero el no quería». Sin embargo, sí quiso realizar una obra para él. «A pesar de que le dije que no tenía ningún compromiso conmigo y que había venido a la escuela como amigo, se empeñó en pintarme un cuadro y dedicármelo porque me da la gana, me dijo. Y me pintó un cuadro que está firmado por detrás, con una dedicatoria: A Federico y Aurora en su 16 aniversario». Es uno de los tres cuadros que tiene de López Torres y uno de los que se colgó en Oviedo en una antológica del artista a la que asistió su sobrino, el célebre Antonio López.

Además de en la docencia, Federico Pérez Castilla pudo matar el gusanillo artístico trabajando como decorador, actividad con la que completaba los ingresos familiares en los años en los que no abundaban las obras. Entre aquellos trabajos figuran los de los Almacenes de los Reyes en la calle Toledo o los Almacenes Buendía, en General Aguilera, bares y tiendas como Boliche de José Ruiz y farmacias como las de Calatayud o de Rogelio Burgos.

Esta faceta también pudo desarrollarla en el Ayuntamiento, donde se encargó de montar los belenes. El primero era la reproducción de un cuadro de un pintor del Renacimiento y se instaló en la parte trasera del Ayuntamiento. Cuenta que las esculturas las hacían por la noche, en su casa, y allí iban los obreros del Ayuntamiento para realizarlas en barro. Federico tuvo que recurrir a su amigo Joaquín García Donaire para que le enseñara a hacer el vaciado de las figuras. Los vestidos de las esculturas se los confeccionaron en la Galería Barcelonesa. Un lujo. Desde luego, «no era un belén clásico», asegura.

En aquellos años fue cuando consiguió en propiedad la plaza de profesor de la Escuela de Artes que venía ocupando de manera interina, aunque los dos primeros años ejerció en Madrid en la Escuela Central. Cuando volvió a Ciudad Real lo hizo con una comisión de servicio y al poco asumió también la dirección del centro. Antes había logrado sacar la oposición para impartir clases en la Escuela de Artes, aprobó en Madrid, pero se encontró con alguna zancadilla. Prefiere olvidar y, de forma elegante, hace mutis.

Patrimonio perdido. Más de un cuarto de siglo como técnico municipal y otros tantos como profesor de la Escuela de Artes facultan a Federico Pérez  Castilla para hablar con conocimiento de causa de la evolución urbana y arquitectónica de Ciudad Real, «una capital que en los años 50 tenía 35.000 habitantes», recuerda.

Afirma que se ha perdido mucho patrimonio y que se «ha tirado demasiado. «Yo soy de Ciudad Real y la quiero mucho, pero los  intereses han hecho lo que han hecho», lamenta. Entre los inmuebles perdidos recuerda las fincas que había en la calle Alarcos y cree que «se deberían haber mantenido el antiguo seminario en la misma avenida y el convento de las Dominicas de la calle Altagracia, como tampoco se debería haber derribado el primitivo edificio de Previsión (ahora de la Seguridad Social)».

Opina que la mejor muestra de arquitectura civil que nos queda es el edificio de la Diputación y considera que el antiguo ayuntamiento era un inmueble bonito, representativo, que nunca se debería haber tirado. Explica con un punto de tristeza que él, como aparejador municipal, intervino en aquel capítulo de la historia local y recuerda que el pintor Manuel López Villaseñor habló al entonces alcalde de un arquitecto importante para levantar un nuevo ayuntamiento, Higueras, y «yo no pude evitarlo, era un funcionario, un trabajador, el último mono», aduce.

Pero, además de espectador del cambio de fisonomía de Ciudad Real, la profesión de Federico le llevó a ser partícipe de esta mutación del paisaje urbano y recuerda que hizo muchas obras con Jesús Martínez, entre ellas el añadido del Instituto Femenino, en la calle de la Rosa y muchas viviendas denominadas tipo en los 60. También trabajó mucho con Ildefonso Prieto, con quien hizo la torre que hay frente a la Subdelegación, otrora Gobierno Civil. Igualmente, se acuerda del arquitecto Jesús García del Castillo, primo segundo suyo (ya fallecido), que hizo el hospital del Carmen y el edificio de sindicatos.

Precisamente, el edificio que hay frente al de sindicatos, el de la Caja Rural, fue antiguamente un sanatorio y lo construyó su tío Federo, maestro de obras en quien personifica el reconocimiento que merecen aquellos profesionales. Y es que «entonces los maestros de obra eran importantes, no se movían por intereses económicos, no eran como los contratistas de ahora, que construyen para vender. Mi tío empezó llevando el botijo a la obra, luego ascendió a peón y, a base de esfuerzo, trabajo y honradez, llegó a dirigir una empresa con ochenta trabajadores. Yo le vi una vez ordenar que se tirara un tabique: no me vale que luego se ponga el yeso y que no se vea el fallo, tiene que estar perfecto, le dijo a los albañiles».

Del mismo modo, cuando se le pregunta que arquitectos admira o cuál o cuales son los mejores en la actualidad no duda un segundo en afirmar que «mis hijos», los Pérez Parada. Todo queda en familia.