N-430, la ruta salvaje

Nieves Sánchez
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Un viaje por la N-430, la gran calle principal que atraviesa la provincia de este a oeste en una ruta por tramos minados por el peso del tráfico de mercancías, pueblos que han prosperado a orillas de su trazado y curvas entre encinas y valles

En la arteria que aparece y desaparece, que late con furia entre la niebla matutina, el asfalto se ha convertido en mito y el final del viaje en un desafío. Los hombres en ruta descansan en el restaurante El Pilar de Puebla de Don Rodrigo, se escucha el ruido de camiones y el rugido de motores al borde de la infinita carretera que corta España de este a oeste. En la ruta de las 390 millas que atraviesa como una lanza parcheada el territorio de la provincia, la tensión se corta en cada cambio de rasante, hay vistas que privan, vidas que terminan, vecinos barriendo y ropa tendida. Los restos de chapa de los siniestros permanecen meses en los arcenes, apuntalados por flores secas y lágrimas fósiles. Hay caravanas abandonadas, trechos de pocos adelantamientos, curvas de miedo y grandes carteles desconchados y descoloridos que ya no conducen a ningún sitio. Las ruinas de hormigón y piedra decoran el abandono más absoluto de muchos tramos de la N-430 que se alarga desde Puebla a Ruidera a lo largo de 192 kilómetros de acelerones, madrugones, cafés a deshoras, escapadas bajo las estrellas, música y voces en las ondas e historias de hallazgos y pérdidas.

Mientras los camioneros almuerzan, dan a sus cigarros profundas caladas y acogen henchidos el aire que les penetra, decenas de madres en Puebla sufren. Sus hijos cogen cada día, a las siete y media de la mañana, la ruta del autobús escolar para ir a estudiar al instituto de Piedrabuena. Una hora de ida y otra de vuelta de lunes a viernes para recorrer 57 kilómetros de la gran calle principal de Ciudad Real a la que ninguna quiere nombrar, la carretera de la muerte dicen sin querer hablar, torciendo la mirada hacia otros destinos. «Sí, es la innombrable», dice una de ellas, una de las madres coraje de los cerca de 40 estudiantes de la nacional.

Olga está en vilo desde que su hijo sale hasta que le envía el mensaje de llegada y si a las tres y media de la tarde no está llamando a la puerta, su pulso se acelera. «Llevo siete años así, primero con el mayor, ahora con éste de 17 y dentro de unos años me tocará con el pequeño». Olga Lucas tiene 44 años y es una de las madres que sufre la N-430. «Claro que tengo miedo, lleva demasiado tráfico, el firme está fatal y ha habido muchísimos accidentes en esta parte». Recuerda el de mayo de 2015, en el que perdieron la vida dos trabajadores de Geacam, entre Luciana y Piedrabuena, cuando tuvieron retenido el autobús de los niños dos horas, sin comida y sin poder acceder a ellos, por lo trágico y aparatoso del suceso.

En el colegio San Fermín, de Puebla, la mayoría de los maestros cogen esta carretera para desplazarse desde sus casas en Ciudad Real. Ana Belén Canto e Isabel Mendiola, directora y secretaria del centro, viajan juntas y cambiaron hace dos años el rumbo por la carretera de Cabezarados y Abenójar, recorriendo cada día 15 kilómetros más sólo para no pisar la nacional. «Como muchos maestros de las zonas rurales nos desplazamos y el problema es la vía que es, que nos da pánico. En estos cinco años hemos visto muchos accidentes y algunos mortales, lo normal es encontrarte tres o cuatro camiones, no poder adelantar, a lo que se suma el mal estado del asfalto que empeora con las lluvias y las heladas». Estos días las máquinas están arreglando el firme, «poniendo un parche», dicen. Ellas prefieren seguir haciendo más kilómetros por nuevos caminos para evitar el peligro.

Los vecinos de Puebla, como los del resto de municipios de la nacional, cuentan así los días, con anécdotas de sus viajes, porque es el recorrido que tienen que hacer para trabajar, porque la N-430 vertebra sus vidas y expectativas y su trazado es su paisaje diario. La cruzan, la caminan y la han exprimido como han podido para progresar a su lado como pueblos, como sociedades en pleno corazón de una de las principales vías de comunicación del territorio español. También la maldicen.

Tamara Nicolás recoge a los niños de las fincas de la nacional, de Santa María y el Arenal, para llevarlos al colegio o al inicio de la ruta escolar de Piedrabuena. Es su trabajo desde hace un año. «Hay que circular con mucha precaución, con los niños no he tenido malas experiencias pero a nivel personal sí. Eso sí, nos pongamos como nos pongamos hay que cogerla, no queda otra. Vivimos con ello, en ella».

Hasta la capital, los pueblos que cruza la vena abierta de Ciudad Real son Luciana y Piedrabuena. De Puebla hasta Luciana no hay salidas, se viaja a la deriva sobre parches. Lo que abundan son los valles, accesos imposibles a caminos como brazos que salen del asfalto hacia la sierra montañosa y en paralelo siempre al rey de la tierra salvaje, el Guadiana. Así hasta el pequeño pueblo donde la convivencia con la nacional también se tambalea.

Paloma Sánchez ya no la soporta, no la quiere ver más. Es la enfermera que acude todos los días al consultorio médico desde Piedrabuena por esa carretera y por inseguridad, por miedo, por la tensión que le genera, la deja. «Tengo 60 años, llevo desde 2012 trabajando aquí y me gusta el medio rural, el trato con la gente, quise ese cambio en mi vida, pero recientemente he concursado a los traslados de destino del Sescam para no volver a coger la nacional, le tengo pánico». Conduce siempre pegada a la derecha para evitar que la invadan los camiones, para esquivar choques frontales, que como sanitaria son los que más ha tenido que ver en estos últimos años en las curvas dichosas de Piedrabuena a Luciana, en cuyo consultorio hay colgada una placa en recuerdo de una compañera que se dejó la vida en esa vía, en la que solo en 2017 hubo 87 accidentes. «No voy a ser tan feliz como soy ahora en la naturaleza pero voy a eliminar la tensión y el tener que estar pendiente cada mañana de si llueve o hay niebla y de echarme a temblar cada vez que nos avisan de un siniestro». Paloma comparte miedos, coche y vivencias con Rosalía Ibáñez, médico del centro de salud de Piedrabuena. El cupo de ambas incluye Luciana los cinco días de la semana, 26 kilómetros de ida y vuelta que más que largos se les hacen eternos. «Yo llevo 30 años en la carretera, pero ninguna ha sido como esta». Rosalía sufre desde hace 11 años los excesos de velocidad, las curvas cerradas, la confianza excesiva de muchos conductores al volante, «la bestialidad» de la circulación, el tener que vivir continuamente alerta. Ella también ha pedido el cambio a Ciudad Real.

Pero no para todos es igual. El restaurante Los Pucheros, a la entrada a Piedrabuena desde Luciana, es un hervidero de camioneros y uno de los grandes beneficiados del paso de la arteria por cada puerta del pueblo, es uno de los símbolos del tramo este de la nacional en su trazado por la provincia. Sentado frente a la barra, con los brazos apoyados, Pablo apura su café frente a la vitrina de las navajas y utensilios de caza. Recorre semanalmente con su camión la ruta Argamasilla de Alba-Portugal y es crítico con el suelo que tiene que pisar. «El tráfico terrestre de mercancías de Badajoz a Valencia pasa por aquí, 800 camiones diarios, y el problema es que está parcheada, se necesita la autovía». No se puede llegar a nuevos destinos por viejos caminos.

rumbo a ruidera. De Ciudad Real en adelante a Levante la cosa cambia. Por la vieja nacional desde la capital el tiempo no ha pasado, ha arrasado, la circulación cae y el paisaje se transforma para mostrar una desoladora estampa. Hasta llegar a Carrión de Calatrava hay fábricas, viveros y el pulmón hotelero de Pepe Crespo. El tráfico de vehículos sigue siendo fluido, paralelo a la A-43, el resultado de la duplicación de la N-430, la ansiada autopista hacia el cielo de los ciudadrealeños y los transportistas. El tramo entre Daimiel y Manzanares ha hecho mella en la franja de territorio que atraviesa el viejo trazado. La gasolinera del hotel Campoblanco a su paso por Torralba de Calatrava ya no existe, como cerrado en apariencia y deteriorado ha acabado el amarillo Club Montecarlo, en el kilómetro 232, clausurado según sus fantasmas hace ocho años. Mil metros antes, un mojón de flores con una cruz permanece en señal de homenaje a alguien, a una fatídica fecha. La muerte siempre presente.

Y así un reguero de sitios comidos por el velo del olvido hasta Daimiel, como el Hotel Valle Sol, cerrado a cal y canto desde hace años pero en el que anuncian con carteles que tienen perros peligrosos a los que les gusta «morder el culo del que se acerque» a este viejo motel de carretera. En la misma situación está El Pato, ya dentro del trazado que llevaba la nacional por Daimiel, una explotación hotelera inmensa en silencio y a la espera de nuevos tiempos. No muy lejos, a apenas un kilómetro, Ángel está abriendo muy temprano el taller de la Citroën, en la explanada del que fuera el Centro Comercial Abierto, con una discoteca de fachada negra que apenas duró unos meses abierta. «Los últimos que cerraron fueron Muebles Portazgo hace seis años, los demás negocios cayeron con la autovía, nosotros nos mantenemos porque somos concesionario oficial y no vivimos de las averías de la carretera». Desde las ventanas rotas y sucias del ingente inmueble los maniquíes desnudos miran impasibles al parking de decenas de plazas pintadas con pintura blanca donde han estacionado para siempre las malas hierbas. ‘Compre aquí su sillón relax de piel a plazos de 36 meses’ se lee todavía en sus paredes.

La ruta avanza hacia Manzanares entre bandadas de pájaros y apenas tráfico. Pasado Daimiel y pegado prácticamente a la A-43 trabaja Carlos Jiménez en la explotación de melones, sandías y cereal que levantó hace 20 años su padre. Recuerda que antes de que se construyera la autovía el tráfico era insoportable, hasta el punto de no poder casi cruzar la nacional para pasar a sus tierras de la otra margen. «Ahora puedes tardar un año en cruzarla que no te pillan. Ha caído mucho, a los agricultores no nos afecta, pero hubo negocios como la gasolinera de más adelante que no llegaron ni a abrir».

La nacional, la ruta indomable, donde hace décadas las familias se echaban a un lado de camino a Valencia a almorzar bajo los olivos y las encinas, sobre el capó del coche, a base de tortilla y queso, de siestas con moscas cojoneras en los asientos traseros para poder continuar un cansino viaje por la gran arteria, la carretera testigo de miles de escapadas a la playa. Muchos talleres y el restaurante Los Desmontes se quedaron en Membrilla aislados tras construirse la variante, aunque según cuenta Alfonso Manuel, mientras pone los cafés del desayuno, sus fieles clientes se siguen desviando. En el trayecto aparecen tractores, caminantes de mochila y piel curtida, chalés, estaciones de servicio sin gasolina y agricultores recogiendo oro rojo ya en La Solana, la cuna manchega de la flor del azafrán. «Este año vamos con mucho retraso», repiten una detrás de otra las familias que sustentan este cultivo social a los pies de la N-430.

A partir de La Solana hasta Alhambra las vistas vuelven a cambiar. El Campo de Montiel aparece inmenso, con sus remontes, sus ruinas y sus miles de encinas, con historias de Quijotes inasequibles al desaliento y con todo lo que arrebató el desvío de la nacional a los habitantes de la villa, eso cuentan Toni y Severiano en el bar de Míriam a los pies de la vía. La carretera por la que camina pegado Jesús Rodado, de 59 años, ganadero de 300 cabezas. Antes tenía un camino vecinal para cruzar, ahora utiliza el paso de ganado del desvío que se construyó de la nacional. «Llevará unos 14 o 15 años hecho, antes la carretera cruzaba el pueblo, yo para sacar las ovejas tengo que dar más vuelta pero lo peor fue que nos quedamos sin gasolinera».

La carretera sube y baja y al descender se topa con la fiera belleza de las Lagunas de Ruidera que van acariciando la nacional en un zigzag hasta que se pierde en Albacete. Las vistas del pequeño cementerio blanco del pueblo son el final de un viaje de voces, abandono, historias y negocios, de gente que la sufre y la venera y de pueblos que han perdido y han ganado con la ruta cochina, la vía indómita, la carretera de la muerte, la ruta más salvaje.